domingo, 15 de julio de 2012

Las relaciones entre China y la Argentina, una visión geopolítica y del comercio


El 40 por ciento del comercio internacional pasa por el Océano Índico, pero el petróleo que pasa por ese mar trepa al 70 por ciento. Entre China e India suman el 40 por ciento de la población mundial y las relaciones de esas dos potencias inquietan excesivamente a los centros de poder del Viejo Primer Mundo.

China ya no rivaliza con Japón sino que tienen un altísimo comercio entre ellos y las inversiones externas de Japón tienen a China como principal destino. Entre ambas naciones concentran un elevadísimo porcentaje de bonos del Tesoro de los EE UU, de modo que su posición fuerte en el dólar les permite tener un gran poderío a la hora de la paridad entre el yuan –moneda china–, el yen –moneda japonesa– y el dólar. La India, por su parte, que desde 1948 dejó de ser colonia británica, tenía una gran rivalidad con Pakistán, un país de gran poderío militar y armamento nuclear que hasta hace poco era un aliado clave de los Estados Unidos. El avance económico indio hizo que Pakistán se convirtiera de rival en aliado, gracias a las inversiones de la emergente burguesía india en ese país. Las bases de la OTAN en Pakistán ya no se sienten seguras y las tropas de élite estadounidenses así como sus drones –aviones no tripulados– intensificaron las incursiones para realizar crímenes a mansalva de población civil con la dudosa justificación de atacar bases del terrorismo islámico.
Tan grave es la falta de países aliados para la Alianza del Atlántico Norte (Europa continental, Gran Bretaña y Estados Unidos) que renunciaron a la idea de abandonar Afganistán pese a que la invasión a ese país –uno de los más pobres del planeta– ya lleva 12 años. Es que los Estados Unidos y sus aliados precisan una base continental para presionar y vender caro el cambio de liderazgos que se avecinan en un mundo donde el capitalismo financiero del llamado Primer Mundo entró en una fase de putrefacción mientras que los recursos comerciales y financieros, así como los avances en las áreas de investigación y desarrollo de las empresas comerciales chinas e indias los pone al tope de la competitividad. Por eso, mientras imponen ajustes a los pueblos europeos y Estados Unidos tiene un déficit fiscal tremendo que cubre con una tasa cada vez mayor de endeudamiento, los principales ejecutivos de las multinacionales buscan abrir sus negocios con India y, especialmente, con China.
La gira del primer ministro de ese país, Wen Jiabao por varios países latinoamericanos después de la Cumbre del G-20 en Los Cabos, México, impone a los argentinos tomar dimensión de que esa potencia, no sólo ya es el segundo socio comercial de la Argentina, sino que es la segunda potencia económica del mundo y avanza a paso firme para lograr la primera posición. Poco sabemos de un país que en 1949, por la vía revolucionaria, se planteaba llegar al socialismo desde estructuras feudales y sin pasar por el capitalismo industrial. Lo cierto es que del comunismo pregonado por el Partido Comunista en aquellos años, sin propiedad privada de los medios de producción, en las últimas dos décadas se conformó una burguesía poderosa, que tiene bienes privados y poderosos bancos pero que también es la base de sustentación para que ese Partido Comunista siga siendo la única expresión política. El Estado, conformado por la dirigencia comunista y la poderosa burguesía china, hace planes quinquenales como en la época de Mao Tse Tung en los que confluyen capitales del Estado, de la élite china y de multinacionales de todo el mundo que no quieren perderse el creciente acceso al consumo de millones de chinos que van migrando del campo a la ciudad. Puede graficarse ese proceso de la siguiente manera: cada cinco años, el equivalente al total de la población argentina se muda de viejas comunidades rurales a ciudades planificadas de porte mediano. Eso sí, antes de la mudanza van capacitando en habilidades laborales a quienes van a ser obreros de fábricas ultramodernas en las cuales las jornadas laborales pueden extenderse hasta 12 horas y por seis días a la semana. La metamorfosis de la vida cotidiana de esos chinos no tiene ningún punto de comparación con las adaptaciones que realizaron, en sus orígenes, las masas de obreros industriales de los países del llamado Primer Mundo, que pasaron por talleres o fábricas en los cuales aprendieron no sólo los oficios sino la dura tarea de pelear por su identidad política obrera. Así, tanto en Europa como en los Estados Unidos, dos siglos de luchas por derechos permitieron a esas clases obreras llegar a un nivel de vida y de ingresos que en muchos casos es superior al de los profesionales o emprendedores individuales. Pese a los vaivenes de los partidos socialistas y comunistas, pese a la caída del Muro de Berlín, la defensa de los intereses obreros hizo que los Estados y los empresarios debieran ceder una parte importante de sus rentas para satisfacer las demandas obreras. Ahora, en medio de la crisis, los ajustes pretenden, entre otras cosas, bajar drásticamente “el costo laboral”; es decir, el nivel de vida de millones de asalariados europeos y estadounidenses. Las multinacionales saben que no pueden plantearse competitividad en relación a las empresas chinas cuando los niveles tecnológicos son bastante parejos, pero los salarios son más bajos y los niveles de estabilidad política más altos. Volviendo al principio de este artículo, el complejo militar tecnológico –que articula muchas empresas privadas con laboratorios públicos y privados y que está timoneado por el Pentágono de los EE UU– redobla la apuesta y mete presión militar en Asia, tanto en el Pacífico como en el Índico. Es decir, más gasto militar para intentar frenar lo inevitable: la irrupción de China como una potencia económica que en pocos años tendrá poderío político suficiente como para liderar los cambios en las reglas del juego globales en materia financiera y comercial.
¿QUO VADIS? Mientras el fantasma de las guerras como atajo para frenar ese escenario flota en cualquier análisis, lo inmediato está constituido por el avance chino para proveerse de alimentos, minerales y todas las materias primas que necesita para avanzar en su crecimiento. Y la Argentina, que hasta hace unos años no tenía prácticamente vínculos con China, hoy está en la rueda de los proveedores destacados. Es que con un territorio extenso y con apenas 40 millones de habitantes, la Argentina tiene capacidad para abastecer a la demanda de 600 millones de seres humanos, tal como está desarrollado en el Plan Estratégico Agroalimentario 2020. Pasando por una gama variada que va desde el poroto de soja sin elaboración o por el aceite de soja comestible hasta llegar a una variedad de productos, algunos de los cuales tiene una interesante elaboración. Valga como ejemplo: la bodega Catena Zapata vende el 80 por ciento de su producción a destinos chinos. Dicen que algunas variedades de ese vino se llegan a pagar en restaurantes exclusivos de Beijing hasta 700 dólares la botella. También está entrando de a poco la carne vacuna argentina.
Pero ningún trato comercial es posible sin tener escala suficiente como para abastecer una porción de mercado. La primera frontera que es preciso vencer en las relaciones comerciales no es sólo la de que ellos venden productos de alto y medio valor tecnológico mientras que compran materias primas. Se trata, ante todo, de poder abastecer la demanda de un gigante. Por eso, la comitiva de Wen Jiabao trató de coordinar proyectos a escala Mercosur: porque quieren que Brasil y la Argentina conformen una suerte de banco de oleaginosas y alimentos que les permita comprar a un único oferente (un acuerdo firme entre estos dos países) la soja, el girasol, el maíz y otros productos de los que China es fuerte demandante. Nada más que de soja, compran más de 50 millones de toneladas anuales. Estados Unidos les vende más de 10 millones y es el principal proveedor, seguido muy de cerca por Brasil, mientras que la Argentina es el tercer proveedor. Es decir, una alianza Mercosur podría ponerlo en el primer lugar. Sería tanto ingenuo como propio de una visión neoliberal festejar esa situación. Es decir, aprovechar los excepcionales precios internacionales de la soja y valerse de los recursos que generan las retenciones para financiar planes sociales no es poca cosa. Pero tampoco son en sí mismo un objetivo. El desastre que puede acarrear el monocultivo es ambiental pero también social y político. Un debate serio sobre la mal llamada extensión de la frontera agropecuaria no puede dejar de lado que, por ejemplo, en Resistencia se ha conformado una vasta población de viejos agricultores minifundistas o arrendatarios que vendieron o alquilan sus tierras a los pooles sojeros. Ni hablar de las usurpaciones o compras por apriete de tierras a campesinos en Santiago del Estero. Por no mencionar la salvaje expulsión de habitantes sin casa en Villa General San Martín, en Jujuy, donde los ejecutivos de Ledesma no querían ceder ni una hectárea a campesinos y obreros desplazados por el avance de esa poderosa y cruel empresa. Tampoco puede desdeñarse el avance de productos de alta toxicidad, como consecuencia del uso indiscriminado de aviones fumigadores en los bordes de los pueblos rurales enclavados en cultivos de soja. O el desmonte irracional. O que las empresas que venden la soja en los Estados Unidos son Cargill, ADM o Louis Dreyfus; es decir, las mismas que las comercializan en la Argentina. Tan es así que Wen Jiabao y su comitiva visitaron un puerto del complejo enclavado en la zona de influencia de Rosario: el de Louis Dreyfus. No es fácil pensar en crear un organismo que replique el Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio pero también es difícil pensar en un país soberano sin instituciones como el IAPI.
El gobierno argentino le dio jerarquía a la vieja Secretaría de Agricultura al convertirla en Ministerio. Mucho puede decirse de los logros alcanzados por Julián Domínguez al frente de esa cartera. No sólo en haber sido el vehículo de la presidenta para reabrir diálogos con productores rurales y con sus organizaciones a partir de una agenda muy abierta que abarcó desde el precio de la leche en tambo hasta la colaboración con asociaciones y empresas para ganar mercados externos, para conseguir créditos o para mejorar la participación de laboratorios de universidades nacionales y del INTA. Hay una continuidad con su sucesor, Norberto Yauhar, quien ocupaba la Secretaría de Pesca y quedó un equipo que tiene cuadros valiosos formados en la convicción de que es preciso diversificar y agregar valor a los productos agrícolas. En ese sentido, la Subsecretaría de Valor Agregado y Nuevas Tecnologías, que tiene al frente a Oscar Solís, es una de las áreas claves en la relación con los funcionarios del gobierno chino a la hora de intentar equilibrios ante tan evidente disparidad de poder entre el gigante chino y las poco –o casi nada– industrializadas exportaciones argentinas con ese destino. El desafío de aprovechar el vínculo con China –al menos en materia de exportaciones agrícolas– no puede quedar en compartimentos estancos o en un ministerio. Así como la perspectiva de la energía como un desafío clave llevó a la nacionalización del 51 por ciento de las acciones de YPF parece también necesario plantearse algo similar en materia de la acción del Estado en materia sojera. No parece lógico que la voracidad de los pooles sea lo que ponga el ritmo al crecimiento del yuyo verde. No parece lógico que las multinacionales alimentarias sean las que lo comercialicen. Al menos, lógico, desde una perspectiva soberana y de incorporación de valor. Sobre todo, valga paradoja, si el principal comprador no tuvo empacho en agregarle valor capitalista a sus instituciones comunistas.

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