sábado, 23 de octubre de 2010

Los placeres secretos de vivir en el campo

Las peripecias de la inundación y la caza de víboras, en los ojos de un chico que creció en la ciudad


Cuando mamá nos dijo que nos iríamos a vivir al campo, no imaginé que la vida allá sería así; sorprendente y maravillosa. Empacamos lo necesario junto a nuestros perros, gatos, gallinas y un pato y partimos de Las Lomitas con tristeza, porque allí quedaban amigos del barrio, familiares y compañeros de escuela que íbamos a extrañar mucho.

Nos mudamos a principios de marzo, a una casita situada entre frondosos algarrobos, en una localidad cercana a mi pueblo. Tras un entretenido viaje de setenta kilómetros en camión llegamos al paraje Fortín Soledad, nuestro nuevo destino, una localidad rodeada de palmeras y árboles típicos con casas de madera y tejas de palma.

Llegamos con deseos de empezar una vida nueva y la gente nos recibió muy amablemente. Luego de unos días comenzaron las clases en una escuelita de jornada completa. Los maestros son muy buenos, miman a los chicos y el tiempo compartido da para hacernos de grandes amigos. Al principio extrañábamos la luz y la televisión porque a la casa no llegaba la red eléctrica. De noche nos aburríamos y a veces se nos escapaban lágrimas extrañando las comodidades que había en nuestra casa del pueblo.

Pero la sorpresa llego después, cuando la gente empezó a comentar: "Se viene el baña´o" y los chicos nos decían "ustedes se van a inundar", y nos nosotros les preguntábamos con temor y curiosidad, "¿Por qué?, ¿llueve mucho acá?". Y ellos contestaban: "Por el filtro del baña´o; ustedes están en el bajo". Pensé que era una broma porque no había agua ni para bañarse (había que acarrearla de grandes distancias) y el suelo, con grandes grietas, parecía pedirme agua a gritos. Pero al fin era cierto: "Se venía el baña?o" nomás".
Con mi padre fuimos hasta la defensa que rodea el paraje. En el agua cristalina y fresca, con aroma a pasto mojado había una enorme variedad de aves acuáticas y peces; había un sorprendente paisaje con palmeras y aves de todos los tamaños y colores.

La gente andaba muy apurada y se oían gritos de los troperos y balidos de animales cansados, que eran arreados a caballo hacia lugares más altos. A diario había novedades: "Se viene otra crecida", decían. La gente quería ganarle el tirón al agua.

También llegaron maquinas para levantar el terraplén de la defensa y hasta una bomba extractora que funcionaba día y noche para extraer el agua que filtraba la contención. El bajo se estaba llenando lentamente de agua y avanzaba dos metros por día hacia el lado de mi casa. Mi hermanito y yo estábamos felices; por fin pudimos soltar nuestro único pato y verlo nadar en el agua; así, lentamente, el agua fue cubriéndolo todo y quedamos encerrados. Los caminos se habían cortado y había que dar una vuelta de doscientos metros para ir a la escuela y ya sabíamos que pronto deberíamos mudarnos otra vez.

Una noche comenzó a llover muy fuerte. Pasamos casi toda la noche despiertos, y cuando por minutos me quedé dormido, me despertaron los truenos y relámpagos y volví a escuchar el ruido del agua que ahora ya estaba dentro de la casa. Mis padres se levantaron y ya juguetes y zapatillas estaban mojados. Mi gato estaba trepado sobre el ropero, mi perrita había subido sobre un aparador y los cachorritos dentro de un armario. Afuera, las gallinas permanecían sobre los árboles y solo se veía el alambrado, lo que nos servía de guía para ver dónde está el camino. Pronto llegó la policía y gente dispuesta a ayudarnos con la mudanza, esta vez, a un lugar más alto.

Fuera de la defensa, el agua había avanzado 12 kilómetros. A pesar de todo, con mi hermano estábamos felices porque podíamos pescar mojarras y bagres, ahí nomás, en la defensa.

Pasado un tiempo, el agua comenzó a consumirse y todo volvió a la normalidad. Fue justo cuando dijeron que era la época de caza de patos y curiyú, y con mis padres quisimos ver cómo era eso. Construían pozos de tres metros de profundidad y luego que atrapaban las víboras, sorprendiéndolas dormidas sobre los arbustos, las encerraban allí hasta el día de la faena. Eran mansas a pesar de que algunas medían hasta tres metros.

Lo que conocimos aquí y nos hace tan felices me inspiró este relato. Me di cuenta de que la vida en la ciudad es hermosa por la comodidad, pero que en el campo cada amanecer y atardecer es diferente por el canto de los pájaros, el aire que se respira y la tranquilidad que hay.

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