En los límites del desierto patagónico argentino hay un vergel. Gracias a la canalización del río Negro, la tierra árida se convirtió en alimento de las mejores peras y manzanas del mundo. Allen está en el centro de ese cordón verde. Sus habitantes viven de la fruta. O vivían, porque el negocio ya no rinde como antes. Las ventas cayeron, los chacareros envejecieron y sus hijos emigraron. Desde hace unos diez años, esos chacareros comenzaron a recibir la visita de las petroleras. Bajo sus chacras había gas, mucho gas, y las empresas ofrecieron alquilarles algunas parcelas para colocar allí una boca de extracción. Hoy Allen impacta a la vista: junto a los árboles frutales hay pozos de gas y petróleo. No más de 50 metros separan algunas bocas de las casas de los viejos productores.
Allen está en la frontera este del yacimiento de Vaca Muerta, uno de las mayores reservóreos de crudo y gas no convencionales del mundo. Para extraer el crudo y el gas que alberga Vaca Muerta hay que utilizar el fracking, una técnica muy costosa.
La apertura del pozo es una obra de gran envergadura. Cientos de camiones transportan el agua y la arena hacia la torre que se coloca en la boca del pozo. Se trabaja a toda velocidad, día y noche. En el medio del desierto neuquino, el movimiento de camiones pasa desapercibido. Pero en Allen, donde se levanta la Estación Fernández Oro (EF0), convive con los chacareros, que viven y producen allí.
En Allen funcionan 130 pozos que producen 3,4 millones de metros cúbicos de gas por día y 780 metros cúbicos de crudo, según datos de YPF. El yacimiento representa el 20% de toda la producción de gas de la empresa. Tras el impacto inicial que los pozos produjeron en la comunidad, ya no hay chacareros que protesten contra el fracking. La resistencia ha quedado reducida a una organización que denuncia el impacto de la producción petrolera sobre el agua.
Los riesgos bajo tierra son imprevisibles y en la superficie difíciles de probar, al menos científicamente. En Argentina no hay estudios que confirmen casos de contaminación en la fruta del valle del Río Negro. Diego Rodil era investigador del estatal Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA) cuando el fracking llegó a la zona. Dedicó parte de su trabajo a medir el impacto, pero dice que no encontró apoyo suficiente para relacionar en laboratorio los químicos hallados en manzanas y peras con las actividades extractivas. Lo que sí comprobó fue el impacto evidente sobre el suelo. “Las hectáreas donde se instalan los pozos son irrecuperables”, dice. “Durante la apertura del pozo trabajan hasta 30 camiones al mismo tiempo y para que no se entierren en el barro se coloca medio metro de calcáreo. Allí ya no crecerá nada durante décadas. Los residuos de los ‘accidentes’, como llaman a los derrames, quedan además en la tierra y permea en los canales de riego”, explica Rodil.
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