Uno de los asuntos que limitan seriamente el desarrollo de los agronegocios a mediano plazo (y por tanto de toda la economía) es el casi nulo avance del país en inserción comercial. Y es una debilidad profunda, porque afecta nuestra capacidad de competir y crecer agregando más valor y más empleo.
Uruguay ha hecho un avance notable en los niveles de exportación de varias producciones: agricultura, forestación, lácteos, carnes, accediendo a múltiples mercados. Pero no lo ha hecho gracias a una política comercial pro activa y virtuosa, sino a pesar de no tenerla. Cuando se plantea que Uruguay creció en exportaciones diversificando y vendiendo a múltiples mercados, es estrictamente cierto, pero no es el resultado de avances en acuerdos comerciales, producto de una política persistente de apertura, sino de la pericia comercial de las empresas, que buscan y encuentran mercados atractivos aquí y allá, virando la producción de un lado a otro cuando resulta más ventajoso.
El sector cárnico es un buen ejemplo de este escenario; se aprovechan al máximo las cuotas disponibles (EE.UU, UE Hilton, UE 481) y cuando un mercado emerge con más demanda allá vamos, sea Rusia, Chile, EE.UU. o China, hoy el gran protagonista. Es una batalla permanente y no exenta de riesgos, porque un cambio en esas cuotas (como podría suceder con la 481) o un acuerdo comercial que firmen uno o varios competidores con alguno de nuestros compradores, nos puede golpear duro.
El caso de China es clave porque es el principal demandante de los productos del agro. El gigante asiático, con su crecimiento sostenido por décadas, se ha convertido en el garante de demanda para el campo uruguayo, factor esencial del crecimiento exportador de las últimas décadas. Allí vendemos a demanda, porque los chinos precisan -cada vez más- de la importación de alimentos y otros productos. Pero hemos hecho poco por lograr ventajas de largo plazo. Esta semana el ministro de Economía, Danilo Astori, presentó las limitaciones de acceso que tiene Uruguay en China, respecto a competidores relevantes (ver cuadro). La situación muestra que jugamos un escalón más abajo, pagando aranceles que -en poco tiempo- los competidores dejarán de pagar.
La falta de avances comerciales no solo se percibe a partir de la comparación directa y actual con los competidores; es mucho más lo que se deja de ganar y avanzar. Astori puso el ejemplo de Chile, ya no como eventual socio de un TLC que viene empantanado, sino como ejemplo de un país que -con una inserción comercial dinámica y profunda-, logra agregar más valor a las exportaciones y -por tanto- retribuir mejor el trabajo de su gente. Chile tiene el 96% de sus exportaciones amparadas en acuerdos comerciales de libre comercio. Uruguay solo 31%, básicamente las que van al Mercosur (tan criticado pero que nos saca -muchas veces- las castañas del fuego). El problema es que nuestro bloque regional avanzó muy poco en acuerdos con otros países.
Estas cuestiones hacen a la competitividad de fondo, más allá de los temas cambiarios y de costos. Por décadas, parte de la discusión económica pasó por la necesidad de “agregar valor” a las materias primas, para lo cual -erróneamente- se buscó deprimir la dinámica de la producción básica (granos, ganado en pie, lana sin procesar) con aranceles y un discurso crítico (“eso no sirve para el desarrollo…”), para caer en cuenta (en especial a partir del fenómeno chino) que exportar granos, leche en polvo o celulosa es tan valioso y dinámico como cualquier otro producto transformado. Pero esto no quita que, a través del comercio, se busquen condiciones para colocar mejor los productos con mayor grado de elaboración. El agronegocio tiene allí una oportunidad ya no solo de crecer, sino de hacerlo con producciones más sofisticadas, que den genuinas oportunidades de trabajo directo, a través del desarrollo de nuevos productos y procesos, marcas, etc. Sin acuerdos comerciales amplios que den estabilidad a los emprendimientos y premien la calidad, será difícil. Más aún cuando -por nuestras propias virtudes- ya hemos ido perdiendo el acceso preferencial que teníamos en EE.UU. y la UE para ciertos productos industriales (textiles, cueros, maderas, etc.). Corremos el riesgo de quedar a medio camino: sin las concesiones históricas que se hacían a países en desarrollo, pero también sin los acuerdos que permiten ampliar el comercio a largo plazo.
Claro que no hay política comercial dinámica sin una vocación comercial explícita y profunda. Sin valorar el comercio y su expansión como un ámbito de avance y desarrollo para el país, toda negociación será más inercial que efectiva; incluso se corre el riesgo de firmar cosas de poca utilidad o directamente perjudiciales. Y en buena medida esto pasa por asumir que -al expandir el comercio- habrá sectores que se benefician y otros que se verán amenazados.
Pero nada de sentencias definitivas: dependerá de la capacidad de adaptación e innovación de cada parte el resultado final. Y siempre puede haber sorpresas. Porque los beneficios del comercio son para la sociedad en su conjunto, no para las empresas que actúan hoy, que -muchas veces- ni siquiera los visualizan cercanos. El liderazgo político con visión de largo plazo es clave para avanzar en el comercio, y Uruguay no lo tiene. Mientras los precios internacionales estén sostenidos, el asunto no preocupa. Pero arriesgamos perder pie y empobrecernos a largo plazo.
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