martes, 1 de mayo de 2018

Caracoles, una larga historia de amor y odio


Las modas gastronómicas los han exaltado o despreciado, pero ahora vuelven en la alta cocina.
Pocos platos dividen como los caracoles. O se adoran o se detestan. Comida de pobres o delicatessen como la trufa o el foie gras. Este pequeño gasterópodo alcanza la velocidad máxima de 4 metros por minuto, pero su rastro brillante sigue la evolución de los humanos desde el descubrimiento del fuego.

Desde la prehistoria hasta la Edad Media
 En las cuevas prehistóricas se han encontrado cúmulos de conchas perfectamente limpias. Los caracoles eran una presa mucho más fácil de capturar que un mamut. Desde entonces nunca dejamos de comerlos, a pesar de su inestable fortuna como género gastronómico. Han oscilado entre alimento de rara delicadeza y plato para burdos, comida impura (lo dicta Moisés en la Biblia) y recurso para médicos y pacientes.
Prelibados y afrodisíacos para los griegos, los caracoles fueron muy apreciados también por los romanos. Cuatro recetas aparecen en el célebre ‘De re coquinaria’ de Apicio, quien solía purgar los animales en la leche durante varios días antes de cocinarlos, fritos o asados, y servirlos con varias salsas, como el omnipresente garum.
Durante las guerras entre César y Pompeyo, los caracoles recogidos en los jardines o en el campo ya no eran suficientes para satisfacer la demanda. Plinio el Joven, en su ‘Naturalis Historia’, describió los primeros criaderos, concebidos por Fulvio Lippino, considerado el fundador de la helicicultura.
Prelibados y afrodisíacos para los griegos, los caracoles fueron muy apreciados también por los romanos
Roma enseñó a los galos el amor por los caracoles y los franceses no olvidaron la lección. A principios de la Edad Media los criaderos desaparecieron, pero el consumo de caracoles siguió siendo común. A pesar de ser un animal completamente terrestre, Papa Pío V, ávido consumidor del molusco, decidió que tenían que considerarse como peces, para poderlos comer también en el período cuaresmal. El pontífice decretó solemnemente: Estote pisces in aeternum, seréis peces para siempre.
La afirmación definitiva
Pese a haber sido un recurso indispensable durante las cíclicas hambrunas que azotaban a Europa, en el siglo XVII, en París, se generalizó un rechazo gastronómico hacia el pobre caracol. En su ‘Enciclopedia’ (1765), Diderot informa que “solo los campesinos comen caracoles en guisos y sopas”. Sin embargo, los escargots volvieron a estar en boga a partir del 22 de mayo de 1814, cuando el chef del Príncipe de Tayllerand, Marie Antoine Carême, considerado el fundador del concepto de alta cocina, elaboró un suculento plato para el Zar Alejandro I.
Pocos años más tarde, la preparación ‘a la bourguignonne’, entró en el prestigioso ‘Cuisinier des cuisiniers’ de Jourdain Lecointe. Fue la definitiva consagración. Hasta hace 40 años, los chefs de nouvelle cuisine competían para proponer los caracoles en sus menús y comerlos con esas pinzas tan indescifrables era algo muy chic. Luego, de repente y durante casi veinte años, el plato casi desapareció de los restaurantes.
Lugares históricos
Sin embargo, algunas gloriosas excepciones han mantenido viva la tradición. En Los Caracoles de Barcelona, por ejemplo, los animalitos se cocinan en salsa desde hace 180 años. Como relata el escritor barcelonés José Luís Sierra, el famoso plato ha sido apreciado a lo largo de los años por celebridades como Ava Gardner, Pablo Picasso, Salvador Dalí, John Wayne o Julio Iglesias.
La divina Sarah Bernhardt, en cambio, frecuentaba L’Escargot Montorgueil, en el distrito de Les Halles de París, que desde 1875 es referencia en la preparación de los caracoles. Mucho antes, hasta Leonardo da Vinci trabajó como chef en el restaurante Le Tre Lumache en el Ponte Vecchio de Florencia, donde preparaba el plato con mantequilla y perejil.


La comida del futuro
Si, como avisan los expertos, el futuro de la alimentación pasa también por el consumo de insectos y moluscos, el redescubrimiento de los caracoles entra perfectamente en esta tendencia. Las carnes son magras, ricas en proteínas y vitamina B12. También poseen muchos ácidos grasos poliinsaturados, que contrarrestan el colesterol malo, y pocas grasas saturadas.
Poseen muchos ácidos grasos poliinsaturados, que contrarrestan el colesterol malo, y pocas grasas saturadas
Además, los criaderos de caracoles no producen residuos o emisiones contaminantes y la contribución al efecto invernadero es muy baja, al igual que su impacto ambiental. En el mundo se consumen unas 300 mil toneladas de caracoles y la tendencia es al alza. Francia, España e Italia son los tres mercados principales e importan casi el 50% de su abastecimiento. Entre los principales exportadores destacan China, Croacia, Turquía y Marruecos.


Los milagros de la baba
En las fases de mala prensa gastronómica, la helicicultura supo encontrar caminos alternativos, en la cosmética y la farmacología. De hecho, las propiedades de la baba de caracol se conocen desde la antigüedad, cuando se usaba para calmar la tos y curar heridas.
Desde el punto de vista cosmético, la leyenda cuenta que los criadores chilenos se dieron cuenta de que sus manos, aunque perennemente en contacto con el suelo, estaban siempre perfectamente hidratadas y toda las pequeñas heridas se sanaban rápidamente. El mérito era de la baba de caracol, rica en colágeno que elasticiza la piel, potente hidratante y exfoliante suave porque contiene ácido glicólico, el mismo que se utiliza para el peeling químico.
Los criadores chilenos se dieron cuenta de que sus manos, aunque perennemente en contacto con el suelo, estaban siempre perfectamente hidratadas

Cómo cocinarlos
La especie más conocida y apreciada es la gran Helix pomatia. También llamada caracol de viña o de Bourgogne. La pomatia tiene carnes blancas y refinadas y está muy extendida en toda Europa central. En las áreas mediterráneas, en cambio, es muy popular la más pequeña Helix aspersa. Los ejemplares más deliciosos son los silvestres, que se recogen en los viñedos o en los caminos rurales, especialmente a fines del verano y principios del otoño, después de las primeras lluvias.
Para cocinar los caracoles es esencial en primer lugar purgarlos, para evitar sensaciones desagradables al paladar y molestias digestivas. Una vez cocida, la carne es tierna y delicada. Extremadamente versátiles, los caracoles se combinan bien con diferentes ingredientes: desde la clásica versión con mantequilla, perejil y ajo, a salsas a base de tomate, cebolla y anchoas.
También son excelentes en guisos, a la parrilla o en tempura. En Marruecos, los puestos ambulantes los sirven en sopa, el ‘bobuch’, un caldo que contiene también tomillo, orégano, menta, anís y jengibre.
En esta continua sucesión de éxito y decadencia, hoy la cocina internacional ha comenzado a reapropiarse del gasterópodo. René Redzepi, chef del Noma de Copenhague, los trajo a los platos con su filosofía del bosque. Al mismo tiempo, el caviar de caracol se está extendiendo en la alta gastronomía, a 200 euros los cien gramos. Un lujo que no es para paladares simples. Pero, ya se sabe, los caracoles o los odias o los adoras

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