Un productor de alimentos puede ser discriminado y perseguido o convertirse en un futuro ministro de Agricultura. Por más que tengan la misma actividad, el destino puede ser muy distinto si está en la Argentina o en Brasil.
Esta semana, el Banco Nación continuó con su tarea de despojar de todo instrumento financiero, sean créditos, descubiertos o los límites de la tarjeta AgroNación, a cualquier productor que para la causa popular porte el certificado de egoísta y especulador: es decir, que tenga soja almacenada. Mientras tanto, en Brasil es ya casi un hecho la designación de Katia Abreu. Katia, además de ser productora en el norteño estado de Tocantins, desarrolla otras actividades que la condenarían en este lado de la frontera. Es dirigente rural y, lo que puede ser aún peor, desde 2008 es presidenta de la poderosa Confederación Nacional Agropecuaria (CNA), con más de un millón de asociados. ¿Alguien se imagina a cualquiera de los presidentes de la Mesa de Enlace en el Ministerio de Agricultura? Más que imposible. Si con estas credenciales ya sería indigerible para el kirchnerismo, hay que sumarle que Katia, como es conocida en Brasil, tiene voz, opinión y fuertes convicciones. En su columna semanal en el diario Folha de San Pablo suele no coincidir con el rumbo del gobierno de Dilma Rousseff. No ahorra críticas al Mercosur, cuyas reuniones califica de “foros inútiles y escenarios de agresivos discursos antieconomía de mercado”.
Para esta psicóloga, que enviudó a los 25 años y que de golpe se tuvo que hacer cargo del establecimiento familiar, la Argentina pasó de ser un gran aliado a un obstáculo de la expansión de la economía brasileña. Además observa en nuestro país una radicalización del populismo llevada a cabo por un gobierno “mezcla de bolivarianismo y peronismo”.
La también senadora nacional por el partido PMDB, de centroderecha, aliado al gobierno, es una productivista que mantiene una larga polémica con los ambientalistas. Desafió en su momento a los ministros de Medio Ambiente y Trabajo a administrar un campo en la frontera agrícola. “Si al cabo de tres años no se funden y logran mantenerse, les damos el brazo a torcer y admitimos que están en lo cierto con todas las restricciones que aplican”.
En su segundo mandato, Dilma Rousseff juega a dos bandas. Por un lado está decidida a ordenar las cuentas de la séptima economía del mundo con la designación de un ministro de Economía ortodoxo como Joaquim Levy, y como segundo movimiento apuesta al crecimiento de la mano de la agroindustria. No contento con ser el principal exportador mundial de carne, de café, de azúcar y de jugo de naranja, además de ser un gran productor de maíz y soja, Brasil quiere más.
Quien gobierne la Argentina después de 2015 podrá ir sacando conclusiones de esta experiencia. Pero para aprovecharla a pleno debería entender que, a pesar de las diferencias, gran parte de la clase política brasileña observa al sector agroalimentario no sólo como un aliado, sino también como el sector con el que se está obligado a trabajar codo con codo. Basta con ver en Brasilia el ida y vuelta de funcionarios, dirigentes, técnicos y asesores que hay entre los edificios de Agricultura y la moderna sede de la CNA. La interrelación es permanente, y lo mismo ocurre con los legisladores de la bancada ruralista. Nadie queda afuera. Hay un sistema.
En cambio, en la Argentina se grita en el desierto porque la distancia entre el poder público, la clase política y las entidades del agro todavía es sideral.
En la Argentina no se trabaja en equipo. En Brasil sí
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