La fragata que perdió la libertad
Apenas los escucho, me digo que estoy ante un capítulo más de una disputa que viene de lejos. La batalla del día en una guerra que se nutre de la tapa de los periódicos, que junto con el vapor de la máquina de café y el aroma cálido de las medialunas son algo que nunca [...]
Apenas los escucho, me digo que estoy ante un capítulo más de una disputa que viene de lejos. La batalla del día en una guerra que se nutre de la tapa de los periódicos, que junto con el vapor de la máquina de café y el aroma cálido de las medialunas son algo que nunca falta -o no debería faltar- en todo bar porteño que se precie. El parroquiano, sentado a una mesa del fondo, de lo mucho que cuentan los diarios esa mañana (casos de inseguridad, la inflación, el juicio por la tragedia de Once) elige intuitivamente la munición que más duele y dispara:
-¿Y ahora qué hacemos con la Fragata?
El mozo, que viene de dejar un desayuno en una mesa cercana, se detiene con la bandeja bajo el brazo y responde con dureza:
-Ahora venís con la Fragata. ¿No te das cuenta que éste es el único gobierno que se le anima al poder financiero internacional? Eso es soberanía, querido, decir que no a los fondos buitre. Ya la vamos a recuperar a la Fragata.
-Para mí que la vendió Boudou, que anda muy callado. Y para completar la humillación, ¡mirá la lección que nos da Ghana, viejo! El presidente le pide al juez que afloje y el juez le dice que allí hay división de poderes. Antes quería rajar a Finlandia. Ahora me conformo con Ghana.
-Andá nomás, que a vos te comió el coco la prensa corporativa y sos irrecuperable.
El mozo muerde la frase mientras se aleja hacia una mano en alto que lo reclama desde la otra punta del local. Pero la calma dura poco: cada vez que vuelve a pasar cerca, arrecia el fuego cruzado.
-Además, ¿qué importa la Fragata? Mi hija está agradecida. Ahora con 16 va a poder votar -lanza para ganar la ofensiva.
-Ojo que ahora los pibes son inteligentes -devuelve, rápido, el otro-. Se van a llevar una sorpresa.
Así, en cortas escaramuzas, se tiran con los temas de la agenda. Hace rato que yo renuncié a seguir escribiendo lo mío y me he puesto a escuchar. ¿Acaso no son, mozo y cliente -quizá hasta hace poco amigos que sólo discutían de fútbol-, una muestra de la división que recorre el país? La cosa va en serio. No hay piedad para el enemigo y el cliente vuelve a hundir el cuchillo:
-¿Y entonces? Decime qué hacemos con la Fragata.
De pronto me imagino la pregunta -que al mozo le duele en el alma- en boca de la Presidenta. Se la hace al canciller Timerman, que por toda respuesta sale desesperado a recorrer los foros internacionales, donde sólo cosecha apretones de manos y “buenos oficios” que no se le niegan a nadie, mientras en el puerto de Ghana las autoridades dicen que la embarcación molesta y piden que se la lleven a otro lado.
Quizá la Fragata no valga tanto en términos monetarios, pero cifra valores simbólicos que para muchos argentinos, más allá del lado en que estén, son motivo de orgullo. Un orgullo que parece abollado en este sainete.
En cuanto al mozo herido de guerra, recibió una dudosa ayuda. Se la dio Cristina. “Mientras yo sea presidenta se podrán quedar con la Fragata -dijo-, pero no con la libertad, la dignidad y la soberanía del país.” La palabra, apuesta ella, puede más que el símbolo. Sobre todo, si es la suya. Aunque la pregunta del malicioso parroquiano quede sin respuesta.
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