La producción alimentaria en todo el mundo deberá aumentar en un 70% hasta el año 2050 para abastecer la demanda mundial. Si bien por el momento se trata de una estimación, esta advertencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), es una señal de alerta para la industria. El modelo de producción actual está lejos de ser el adecuado para cumplir con las exigencias de producción que se volverán cada vez más precisas.
Mientras las herramientas de los productores están constantemente en tela de juicio, queda preguntarse entonces, cuál es el camino que se debe seguir para estar a la altura de las demandas en los próximos años. Si bien las respuestas son múltiples, hay algo indiscutible y es la clara necesidad de innovar. Lo que para muchos puede presentarse como un gran desafío, no es más que la solución para hacer frente a los obstáculos que se irán presentando con el correr de los años.
Drones, robots para plantar semillas y hasta súper tractores autónomos, son algunas de las innovaciones que ya comienzan a dar que hablar. Acompañados del uso de Big Data, para llevar a cabo predicciones de cultivos más precisas, estas nuevas tecnologías comienzan a encontrar su lugar en el sector agropecuario. Si bien hasta ahora su uso es limitado, queda claro que en el futuro, estas herramientas consolidarán su rol en el centro de las prácticas agrícolas.
La precisión se convertirá en un elemento central de la modernización del agro, a la hora de incrementar la productividad y de reducir el impacto ambiental. Para eso, la tecnología puede jugar un rol fundamental, siempre y cuando, logre superar las críticas arbitrarias de quienes se encargan de desprestigiar las herramientas de trabajo de los productores. La feroz campaña contra los agroquímicos que se profundizó en Argentina en los meses pasados, es un ejemplo del freno que se le busca poner a los principales medios de los que se nutre el campo argentino.
Enormes trabas
Las campañas motivadas por distintos grupos interesados, en contra de las principales herramientas de trabajo de los agricultores, han generado grandes trabas para los productores, repercutiendo directamente en el desarrollo del sector. Una de las más recientes, es aquella desplegada contra el herbicida de mayor uso a nivel internacional, conocido como glifosato.
Una campaña de desprestigio, basada en un solo estudio realizado por la IARC (Agencia Internacional sobre el Cáncer), que marcaba al herbicida como “probablemente cancerígeno” y que ha sido utilizado para fundamentar los vínculos entre el herbicida y el cáncer y hasta relacionarlo con las malformaciones congénitas. Algo que no solo no ha sido probado por la ciencia, tras más de 200 estudios que no han encontrado evidencia de dichas acusaciones, sino que además, ha sido demostrado que la IARC editó intencionalmente su informe, eliminando aquellas evidencias que no encontraban vínculo entre el glifosato y el cáncer en seres humanos.
Por supuesto, aquellos que levantan las pancartas contra el glifosato, olvidan de mencionar que el estudio de la IARC ha quedado desestimado y también evitan mencionar que según dicha agencia, el glifosato es igual de peligroso que el mate, las carnes rojas y hasta los teléfonos celulares. A pesar de dichas contradicciones, en diferentes municipalidades han logrado prohibir el herbicida y las medidas se están volviendo cada vez más extensivas.
Un lujo caro
Privarle a los productores de sus principales herramientas de trabajo tiene una consecuencia directa y sumamente negativa para la industria. Un lujo que el sector no se puede permitir, tras las crisis que viene sorteando. Prohibir herramientas tan útiles como los agroquímicos, sería reducir la producción de una manera considerable, generando grandes pérdidas económicas. Esta actitud restrictiva que sigue ganando terreno, es una amenaza para el progreso del agro argentino. Una actitud, que no coincide con las necesidades del sector y que además, pone en riesgo su estabilidad. Es por eso que el campo necesita innovar. Como cualquier otro sector, el agro argentino no puede quedarse fuera de esta tendencia mundial, de incorporar tecnologías para mejorar sus prácticas. No se trata de seguir la corriente, sino más bien de aprovechar un medio útil para el incremento de las capacidades y el refuerzo de los recursos actuales.
Hay un desafío establecido y es el de aumentar la productividad del sector agropecuario. La incorporación de nuevas tecnologías, como así también el mantenimiento de las herramientas claves para la producción, permitirán mejorar el rendimiento y, a su vez, reducir los costos.
La eficiencia productiva es un factor que no debe desestimarse. Sobretodo teniendo en cuenta los numerosos obstáculos que se presentan año tras año, poniendo en juego el rendimiento del sector. Cabe destacar además, que el agro argentino ocupa un lugar indiscutible en el seno de la economía del país. Por lo que, cualquier tormenta que atraviese la industria, quebranta también la estabilidad económica del país. Subestimar el rol de los productores, imponiendo restricciones sin fundamentos y limitando el acceso a sus propias herramientas de trabajo, es una actitud riesgosa.
En lugar de prohibir las herramientas de trabajo, cuyos supuestos efectos perjudiciales para la salud, no han sido comprobados, resulta indispensable que se tomen decisiones bajo criterios científicos y que contribuyan al crecimiento del sector. Por ejemplo, en vez de exigir la prohibición del glifosato, bien se podría reclamar la incorporación de herramientas y equipos de precisión digital para facilitar la aplicación de fitosanitarios. Esto permitiría limitar los pesticidas a lugares precisos, en lugar de pulverizar superficies enteras. Lo que a su vez significa reducir el impacto ambiental de las prácticas agrícolas. La modernización del agro es indispensable para poder hacer frente a los nuevos desafíos. Argentina va en buen camino, pero no debe dejarse doblegar por aquellos que priorizan sus propios intereses, por encima del bien del país.
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