Los elevados precios de la soja y el maíz en el mercado internacional no necesariamente representan una mejora en la renta agropecuaria, porque la presión fiscal y las regulaciones le quitan competitividad al campo.
El precio de la soja ha llegado a sus máximos históricos en las últimas semanas. Si bien es una buena noticia para un país como la Argentina, uno de los líderes mundiales en granos y aceites, el árbol tapa el bosque. En primer lugar, los precios récord, fruto de la histórica sequía en Estados Unidos, llegan en momentos en que la mayor parte de la cosecha está vendida. Así, ni los productores ni el fisco, vía retenciones, serán beneficiarios de estos precios. Cuando haya nueva soja para vender, a fines del primer trimestre de 2013, los precios ya dependerán de la nueva cosecha sudamericana, no de la situación actual. En segundo lugar, la política económica ha generado en los últimos años suficientes intervenciones en la producción agropecuaria, con lo cual los precios internacionales actuales del maíz y de la soja lejos están de acercarse a la realidad de los ingresos del campo.
El agro ha sido históricamente uno de los sectores productivos más relevantes en su contribución a la sociedad y a la economía argentina. El sector agropecuario y las cadenas agroindustriales aportan el 13% del PIB, el 55,8% de las exportaciones de bienes, el 35,6% del empleo directo e indirecto, y el 18,8% de los impuestos nacionales.
Desde comienzos de la primera década de este siglo, tanto por factores externos -shock de demanda de China y precios récord de las commodities- como por factores endógenos -cambio tecnológico, siembra directa, agricultura de precisión, nuevas formas de organización empresarial, entre otros- su aporte a la economía y a la sociedad argentina ha sido incremental.
También desde entonces se ha observado una creciente pérdida parcial de renta agropecuaria a manos del sector público argentino y, de manera indirecta, a manos de la cadena agroindustrial, debido a algunas políticas específicas de redistribución de la renta.
La reintroducción de los derechos de exportación y el incremento en el tiempo de sus alícuotas, las restricciones o prohibiciones de exportaciones, y la introducción de mecanismos de regulación de los precios, como los ROE (Registros de Operaciones de Exportación), más la reciente abrupta suba de impuestos como el inmobiliario en algunas provincias, son las más relevantes.
Las justificaciones se han centrado en cuestiones de equidad redistributiva y seguridad alimentaria. En la práctica, esos instrumentos fiscales y regulatorios han sido útiles como financiamiento del gasto público, por encima del gasto público social -el objetivo original en 2002 era financiar parte del plan Jefas y Jefes de Hogar- y actualmente como otro instrumento para minimizar el déficit fiscal.
Así, se repiten en la Argentina políticas adversas a la producción y sólo favorables al financiamiento -temporario- del Estado. Esto suele resultar – como en cualquier otro país-, en una reducción de la oferta, con consecuencias desfavorables sobre el ciclo económico, el empleo y la equidad. Los resultados son elocuentes: el stock vacuno ha descendido desde 56 millones de cabezas hasta 47 millones en los últimos cinco años, y la superficie sembrada de trigo ha perdido terreno a manos del monocultivo de la soja, priorizando la siembra de soja de primera, mientras que el maíz también cedió terreno frente a la soja, con lo cual la rotación de cultivos es menor y la sustentabilidad del suelo se ve amenazada. Los proyectos en danza en torno al uso del suelo, en un contexto de alta intervención en los precios y en la comercialización, no parecen ser la llave de la solución.
Importancia
Probablemente, uno de los motivos centrales de esta situación pase por la importancia del sector agropecuario en la economía argentina, hecho que no parece ser reconocido por la política económica. Desde la industrialización sustitutiva de importaciones (1940-1989) predominó una visión poco positiva acerca del rol del sector agropecuario en el desarrollo, que se prolongó hasta la actualidad. Con el énfasis puesto en la industrialización a partir de la intervención del Estado, se fue configurando un set de políticas que esencialmente financiaron al sector no transable con transferencias de renta desde el sector transable agropecuario.
Esta visión ha persistido en los ?2000 y explica el actual grado de intervención sobre el sector. Tampoco existe en el país una visión integrada de desarrollo del agronegocios, como sí ocurre por ejemplo en Brasil, donde la etapa primaria de producción de granos y animales comparte con la etapa de industrialización el crecimiento, apoyado por las políticas públicas, desde una visión de cadenas de valor.
Son evidentes las bondades del campo hacia la sociedad y el ciclo económico, así como la oportunidad no totalmente aprovechada de una agroindustrialización a todo nivel de las regiones del país, considerando el shock de demanda permanente desde Asia para abastecer a sus nacientes y crecientes mercados alimentarios. Basta considerar el estado de las producciones regionales, con serios problemas de competitividad -frutas, aceitunas, leche, por ejemplo- que no tienen su origen en la crisis mundial, sino en políticas endógenas.
La sociedad y la política económica aún no han resuelto positivamente la relación agro-economía, y menos aún el desafío de una posible agro-industrialización a gran escala. El paro del campo de 2008 ha sido una de las manifestaciones más esclarecedoras al respecto, en relación con la política económica.
Otras políticas
Sólo un cambio en las políticas agrícolas en el sentido de impuestos de exportación gradualmente más bajos y liberalización de precios, comercio y exportaciones, permitiría una producción superior de agroalimentos junto a una masiva industrialización de la ruralidad, con alta creación de empleo privado a nivel regional, promoviendo la equidad y el equilibrio en el desarrollo territorial y en la distribución poblacional. Esto se lograría, ante todo, con una redefinición de la relación entre el campo, la sociedad y sus representantes a nivel político. En este caso, precios récord como el de la soja y el maíz potenciarían las decisiones de inversión de largo plazo, logrando además un aluvión de divisas para el país. El dólar dejaría de ser un activo escaso, como ha ocurrido sistemáticamente en la Argentina desde mediados del siglo XX hasta nuestros días.
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