En el país de las vacas, resulta difícil pensar en un asado que no pertenezca a nuestro rumiante de culto. Y, sin embargo, un grupo de productores del Delta de Entre Ríos, una tierra por naturaleza inundable, está probando desde hace años con otro animal que también anda en cuatro patas, está forrado de cuero y tiene cuernos. Es el búfalo de agua.
El búfalo emite un mugido más bajito que su pariente bovino, es un bicho más curioso y su color es negro profundo, azabache. Bello. Y tiene un sabor contundente, menos grasa intramuscular y menos colesterol. Es rico en hierro y en omega 3, un ácido que el cuerpo humano no puede fabricar, que es muy bueno para la salud cardiovascular. Además, se está poniendo de moda porque su producción es más sustentable, un requerimiento que aprecian los consumidores que se preocupan (con razón) por el ambiente. Y su oferta avanza en las cartas de los locales cool. Por ejemplo, Mauro Colagreco, el argentino que fue elegido entre los 50 mejores cocineros del mundo, lo sirve en Carne, su hamburguesería, en pan de remolacha. Y la gente lo ama, dicen en el restaurante.
El búfalo de agua es oriundo de la Mesopotamia asiática, donde florecieron las primeras civilizaciones urbanas. O sea que viene acompañando a la humanidad desde los tiempos míticos de Ur, Lagash, Nippur y Babilonia. Pero fueron los ingleses quienes lo trajeron a esta parte del mundo, desde la India a Trinidad y Tobago en el siglo XIX, para que se usara tanto como fuente de proteínas como animal de arrastre.
En la Argentina, ingresó como un intento fallido: lo quisieron cruzar con la vaca. Y como es natural, el engendro biológico no funcionó. Pero los búfalos quedaron rondando ya en nuestra Mesopotamia, donde se los cría. Se calcula que hay unas 100 mil cabezas, contra 50 millones de vacas. Son literalmente, una gota en el mar. Un mar vacuno.
Quien quiera mandarse la parte de gourmet, sabe desde los ‘80 que la muzzarella posta es la que se hace con la leche de búfala de agua. Es más cremosa (e infinitamente más rica) que la que está hecha con leche de vaca, a la que los italianos llaman –en realidad– fior di latte. Pero de la carne de búfalo sólo recién se empezó a escuchar en los últimos años. Y esto es por el empeño de un tipo muy testarudo llamado Armando Cadoppi, del establecimiento La Filiberta. El se dio cuenta de algo fundamental en los tiempos que corren: que al vivir en el agua, los búfalos podían habitar en tierras anegadizas, como las del Delta entrerriano. No había que adaptar el terreno al animal (como se suele hacer en detrimento del ambiente), sino que el animal se adaptaba al terreno. Y entonces, se largó a “hacer búfalo” cerca del inmenso río Paraná.
En los días aciagos de calor, mientras la vaca que pastorea reza por un árbol que le haga sombra, los búfalos buscan tranquilamente un charco en el que meterse. Y se refriegan en el barro, como quien se pone bronceador, aunque con el fin de controlar su temperatura corporal. Como son extremadamente gregarios –y lo que hace uno, hacen todos– van juntos a bañarse como a una Pelopincho. Y así se pasan horas, comiendo, engordando, rumiando… La digestión la hacen como la hace una vaca, a través de cuatro estómagos, con lo cual es inevitable que eructen metano por la nariz, producto de una larga digestión anaeróbica (sin oxígeno). El metano es un gas de efecto invernadero: atrapa el calor del sol, calienta la atmósfera. Y mucho.
Pero el búfalo engorda literalmente en la mitad del tiempo que una vaca, sobre todo en esta parte de Entre Ríos, que tiene suelos biológicamente muy ricos, producto de esa constante exposición al agua, algo así como el Nilo inundando sus valles en el antiguo Egipto, dicen los expertos consultados por Viva. Excepto que esta lección de historia de los tiempos de faraones, en el Delta del Paraná es mirada con miedo. Y… No es fácil ver la tierra desaparecer por la angurria de un río marrón que viene de lejos.
Pero a los ciclos de la naturaleza se los puede ayudar o se los puede empeorar. La cultura de tratar de “ganarle al Paraná” y de intentar que el Delta se parezca a la Pampa, ha perjudicado enormemente todo el sistema natural. Se han secado intencionalmente arroyos y construido diques a lo largo de 5 mil kilómetros con el fin de impedir que entrara el agua a los campos, ya sea para poder plantar cultivos de alta rentabilidad (soja) o para construir countries.
Como resultado, el que antes se inundaba algo, ahora se inunda el triple, porque las salidas naturales de los cursos de agua están bloqueadas cual piquete en la ruta. Lo que era el lecho de un arroyo, ahora es un camino zigzagueante de totoras. Los puentes han pasado a ser una reliquia, ya que no cumplen ninguna función: no corre agua debajo de ellos. Pero otros sitios, como –por ejemplo–los campos comunales de Ibicuy, que son claves para la vida de los isleños, siguen inundados aunque la creciente ya pasó: no se pueden desagotar.
Entonces, dice Cadoppi, “es necesario volver al esquema de producción sustentable”, no sólo porque suene políticamente correcto y lindo, sino porque es –en definitiva– más simple y más barato. Y va de acuerdo con la zona. “El búfalo –sostiene Cadoppi–, es excelente en ese contexto.” Ya hay cinco productores más que se han pasado a la especie de los bubalinos (así se los llama también), y en los restaurantes de Buenos Aires y mercados chic, los están esperando con la boca abierta y el corazón contento.
Asado de búfalo en las manos de Johnnie Gielbert, chef del Puesto de Fabio (San Isidro) / Rubén Digilio.
Un nuevo clásico. En el bajo de San Isidro, donde hay una cultura descontracturada, siempre atenta a las últimas tendencias, las hamburguesas de búfalo son un hit. En el Puesto de Fabio, venden 200 kilos por mes. “Ya son un clásico”, cuenta Johnnie Giebert, el chef. El nos espera con un costillar que estuvo en el ahumador varias horas para darle un gustito extra. Y a todos se le cae la baba.
La de búfalo, al ser una carne magra, hay que tratarla con cariño. Esto es: no hay que darle fuego a full, porque el músculo se deshidrata y quedará hecho una piedra. En cambio, hay que irle despacito, como un mimo, para lograr que esa escasa grasa se transforme en una gelatina. Pero no todos los cortes de búfalo son nacidos iguales. Cuanto más calidad tenga, más fácil es cocinarlo. Por ejemplo, no hay que hacer un tratamiento muy distinto con una colita de cuadril, una picaña o un ojo de bife. Se cocina exactamente igual que un corte similar de vaca. La diferencia es que es una carne más jugosa, sanguinolenta, de color que tira al violáceo.
Johnnie, que además es dueño junto a Diego García Todesco de un grupo de restaurantes en la zona, sirve en el Austria, otro de sus comederos, un goulash de búfalo. Ya se convirtió en parte fija del menú de invierno. “Lo vendemos mucho y lo usamos como sugerencia mensual”, cuenta. Para este tipo de preparación usa una cocción larga, a muy baja temperatura, que es una de las técnicas de la cocina moderna.
El cocinero, que también es entrerriano, dice con rabia que es injusta la prensa que se le ha hecho al búfalo, y lo atribuye a la sobreabundancia de carne vacuna y a la uniformización del gusto que causó la cría a feed lot: ya queda poca vaca que engorde rumiando el pasto, es casi un lujo encontrarla; ahora, la moda de los productores es engordarlas rápido, con una dieta a base de granos. Y luego, la comemos nosotros.
Juan Astorga arría una manada de búfalos en el campo La Filiberta, Entre Ríos / Rubén Digilio.
Los búfalos, por supuesto, también se alimentan a pastura, y de ahí su gusto a campo. En realidad, son una máquina biológica de convertir productos derivados de la fotosíntesis en proteína roja. A nada le hacen asco. Hay pasto, comen pasto. Hay cortaderas, comen cortaderas. ¿Totoras para alguien? O sea: no es necesario tener pasturas especiales para que el bicho engorde.
Ahí van los rumiantes, dispuestos a comer, engordar y yacer. Son animales increíblemente pacientes. Los gauchos los manejan a caballo, y ellos corren, se detienen, caminan, se enciman, casi en pose de scrum, cual jugadores de rugby. Siempre juntos. “Tienen una fortaleza y una agilidad impresionantes”, cuenta Cadoppi, el productor.
Es muy importante el correcto manejo de la especie porque, como es un animal que puede nadar, se puede escapar por los arroyos. Y si se reproduce de manera silvestre como, por ejemplo, lo han hecho los chanchos cimarrones en la zona de los Esteros del Iberá, en Corrientes, se volvería una plaga sin predador. Y los chanchos salvajes son una máquina de destruir.
Donde hubo mar. Cuando te llevás un pedazo de comida a la boca, no sólo estás comiendo ese alimento, también estás mordiendo lo que no ves: el terruño. La gente que hace vino ha hecho de esto una marca, y hasta lo dice en francés: terroir. Pero no sólo importa el lugar de origen, sino el impacto que estos productos tienen en ese ambiente en que han crecido y madurado, ya sea sobre raíces o sobre dos pares de patas.
Pensar que el Delta, hace 4.500 años, fue un golfo marítimo. Y los productores lo saben por experiencia propia, porque apenas se ponen a hurgar en el subsuelo, brota ese ambiente salado que supo ser. Ahora, la transformación de este territorio por parte del hombre “puede salinizar los suelos”, advierte Rubén Darío Quiroga, presidente de la Fundación Humedales, que también es investigador de la Universidad de San Martín y del Conicet. “Al alterar el régimen hidrológico, ya sea mediante un drenaje, un relleno o un endicamiento, cambian las especies y la vegetación, y se afecta la integridad ecológica del sistema. Con esto, también se afecta la provisión de bienes y servicios, entre ellos, el amortiguamiento de inundaciones y la purificación del agua”, agrega.
De nuestra vida cotidiana solemos omitir el pequeño detalle que el Delta es el que filtra el agua que toman millones de argentinos desde Rosario a La Plata. Todo el sistema está sujeto a las presiones, río arriba por las crecientes del Paraná, y río abajo por las sudestadas. Por eso, con el calentamiento climático, y la creciente intensidad de los fenómenos “Niño”, este conjunto de islas resulta estratégico en más de un sentido.
La carne de búfalo tiene poca grasa intramuscular. Hay que cocinarla a fuego lento.
Asado de búfalo. En un día de cálido otoño, un grupo de productores isleños se sienta en torno al asado de búfalo en el campo. Sale primero un matambre, luego un costillar con huesos francamente enormes. Allí, Víctor Broggi, productor de Villa Paranacito, se queja de que los empresarios grandes (como los de los llamados “pooles de siembra”) han cambiado la geografía de la zona aprovechando ciertos años de “bonanza”, sin inundaciones. Pero, eventualmente, la crecida volvió y se los comió. “Esta última ha sido terrible”, dice. ¿Por qué con tanta fuerza? “Primero, por la deforestación del Norte, en todo lo que es Brasil y Paraguay, y también en la Argentina. Y en el departamento de Ibicuy, por los grandes terraplenes. Nada se hace con estudio de impacto ambiental. Todo se modifica sin control municipal. Y el vecino pequeño, que se muera”, dice mascullando rabia. “A los productores oriundos los arruinaron. Taparon los arroyos y no dejaron salida –cuenta–. En campos como estos, tendría que haber búfalos. No búfalos de cría, sino búfalos engordando.” Quiroga, el investigador, dirá luego: “No dudo de que, en comparación con la ganadería vacuna, el búfalo tiene ventaja en un ambiente de humedal”. En momentos en que el calentamiento de la atmósfera está transformando el clima de manera desconocida, los humedales cumplen una función clave: secuestran dióxido de carbono (CO2), uno de los gases que atrapan el calor del sol, provocando el llamado “efecto invernadero”. Además, los humedales son núcleos de vitalidad biológica y de impresionante diversidad.
El paso de los búfalos, una especie que se adapta a terrenos inundables / Rubén Digilio.
Por todas esas cosas, Cadoppi insiste en que la “región del Delta tiene una oportunidad enorme” con el búfalo. No sólo es sustentable, y genera empleo, sino que además “la carne es muy noble”. Por ejemplo, está totalmente libre de hormonas y es 100 por ciento a pasto. Por lo tanto, es más natural que un bicho de feedlot. El productor exporta desde hace años a Alemania.
El búfalo tiene todos los elementos de marketing para la gente que apuesta a un consumo responsable y de calidad, una cosa que reclaman en Europa y los Estados Unidos, donde desde hace rato se han puesto de moda las carnes rojas alternativas, como el bisonte. Como parte de esa ola, el búfalo ya se encuentra en algunas góndolas argentinas y no sólo en los restaurantes de lujo. También lo comercializa Biomarket, donde Julián Larroca nos cuenta que “cuando la gente descubre que la carne no es dura, la vuelve a llevar”.
Por ahora, lo que más se vende en el negocio son cortes clásicos como la colita de cuadril, que es para el horno, o la tapa de asado, para bifecitos. Las hamburguesas, que vienen congeladas, sin ningún agregado, ni siquiera de sal, son directamente un golazo. “Salen a lo loco”, agrega. Es una manera de pensar en la panza llena y en el entorno de donde viene la comida: ni más ni menos que en nuestra propia casa
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.