viernes, 13 de julio de 2012

El alto valor de la tierra


CHILE : Una hectárea de viñedos llega a costar $40 millones. Sin embargo, nadie está dispuesto a vender. Para sustentar ese negocio las viñas apuestan al marketing conjunto y a atraer turistas extranjeros.

Aurelio Montes termina la degustación en Apalta. Su objetivo es tomarles el pulso a los vinos de la compañía que están por salir. Ya cae la tarde en la impresionante bodega colchagüina de su viña -que mezcla el Feng Shui y
US$ 10 millones en inversión- y se apresta regresar a Santiago. Unos cientos de metros al oeste, las instalaciones de Casa Lapostolle, cuna del Clos Apalta, rivalizan en espectacularidad.
Montes puso su primer pie, o parra, en Apalta hace dos décadas. Hasta entonces, junto a sus socios Douglas Murray y Alfredo Vidaurre, ya llevaban un lustro de vida en la Viña Montes. Compraban uvas de distintos lugares y maquilaban en la bodega de Pedro Grant. Ya tenían claro que en esa esquina del valle de Colchagua, entre el río Tinguiririca y los cerros de Apalta, tenían potencial para vinos de calidad. Los socios decidieron entonces dar el gran salto y comprar varias hectáreas.
Años después saldrían vinos íconos de la compañía, como Montes Folly y Montes M. De ahí la necesidad de construir una bodega espectacular para recibir a los turistas.
Hasta ahí la historia oficial. Ahora vamos al lado no contado.
A principios de los 90, los socios tras Viña Montes no ganaban mucha plata. De hecho, todos tenían que trabajar en otras empresas para alimentar sus familias. Las ganancias las reinvertían en la misma empresa. Apalta era una zona desconocida y bastante más barata que el valle del Maipo, el centro de los tintos ambiciosos del país. El millón de pesos en que se cotizaba la hectárea de Apalta era accesible. La misma superficie, pero con viñedos, rondaba los cuatro millones de pesos. Los socios de Montes optaron por la primera, y más económica, alternativa.
“Llegamos a la fiesta cuando todavía había chiquillas con las que bailar”, admite ladino Aurelio Montes.
Justo a tiempo. Porque desde mediados de la década del 2000 es casi imposible comprar viñedos en Apalta. Se consolidó como un lugar para producir carmenere de alta gama. Tanto que en 2008, Wine Spectator nombró a Clos Apalta 2005 como el mejor vino del mundo.
Con este último empujón los precios de la tierra se dispararon. El valor de los viñedos en las últimas dos décadas se multiplicó por diez. Más bien es un decir que una realidad, pues no se registran transacciones relevantes desde la década pasada.
Para tener un punto de comparación, una hectárea de viñedos de buena calidad de Casablanca o Leyda se cotiza entre 6 y 7 millones de pesos. Muy lejos de los $40 millones de la hectárea de Apalta, donde la superficie que entrega buenos resultados es bastante acotada.
“Son sólo unas 900 hectáreas y nadie quiere vender”, explica Montes.
Junto a Montes y Casa Lapostolle, los otros actores relevantes de Apalta son Santa Rita, Ventisquero -del empresario Gonzalo Vial-, y Neyén.
Agustín Huneeus, el empresario chileno más poderoso en la industria californiana del vino, tenía claro tanto el potencial como la imposibilidad de comprar los viñedos de alta calidad. En una jugada sorpresiva, a fines de 2010 acordó la fusión de Neyén, del empresario Raúl Rojas, con Veramonte, la viña de Casablanca que Huneeus posee.
Una de las particularidades de Apalta es que no existe venta de uva a terceros, una práctica típica de las viñas chilenas y que les ayuda a amortizar los costos de producción.
“Aunque sabemos que se puede vender a buen precio la uva, ni se nos ocurre esa alternativa. Con la materia prima de esta zona sacas vinos que dan prestigio mundial y que apoya la venta del resto de los vinos de la compañía”, afirma Andrés Ilabaca, enólogo de Santa Rita, que saca la etiqueta Pehuén desde Apalta.
En un artículo sobre la zona, recientemente Jay McInerney, periodista del Wall Street Journal, apostó a que ella tenía todo para convertirse en el primer grand cru chileno.
El primer empujón a la fama se lo dio el buen desempeño de los carmener. La cepa necesita altas temperaturas y la zona las tiene para regalar. En la temporada de producción, acumula 1.790 horas-grado en que la temperatura supera los 10 grados Celsius. En comparación, el Medoc suma 1.485 días grado, casi lo mismo que Hermitage, ambos en Francia.
Una de las causas de esas buenas temperaturas es la geográfica: los viñedos quedan encajonados por los cerros, en forma de herradura.
“El carmenere requiere de un montón de calor para madurar apropiadamente, sin los sabores verdosos”, advierte Brian Croser, uno de los líderes de la industria australiana del vino y asesor de Santa Rita.
Sin embargo, eso es sólo una parte del misterio. Después de todo, la zona central está llena de lugares calurosos en la depresión intermedia.
Como en todos los terroir de clase mundial, el suelo de Apalta hace la diferencia. En el pie de los cerros, bajo los suelos de tipo coluvial granítico y poco fértiles, hay importante presencia de napas subterráneas. Por su cercanía con la superficie en el invierno y comienzos de la primavera, restringe el vigor de las parras. El agua baja la temperatura de las raíces y limita su acceso a oxígeno.
El resultado son racimos de carmenere más sueltos. De esta forma, las bayas quedan más expuestas a la luz y a las altas temperaturas de la zona. Esos dos elementos ayudan a degradar las piracinas de las uvas, lo que evita el sabor verdoso que caracteriza a los carmenere de menor calidad.
El tipo de suelos también explica la escasez de viñedos de alta calidad en la zona. Aunque la región es más amplia, sólo las 900 hectáreas que están entre el camino que corre paralelo entre los cerros de Apalta y el río Tinguiririca son las que entregan vinos de alta calidad.
Del camino hacia el río, las napas freáticas permanecen altas -incluso es posible encontrar camarones de río en el suelo-, lo que hace imposible la alta calidad. Varios son los inversionistas que encandilados con el aura de Apalta llegaron al lado equivocado del camino y se estrellaron con esa dura realidad.
En todo caso, la mayoría de las viñas instaladas en la parte alta también se benefician con que en la zona hay numerosas hectáreas de carmenere antiguo, con más de medio siglo de vida. Se trata de plantas equilibradas y que naturalmente tienen un menor vigor.
Los costos
Estar en un lugar apreciado por todo el mundo puede sonar ideal para una viña. Sin embargo, también es una carga pesada: hay que ser capaz de producir y, lo que es aun más difícil, vender botellas de alto valor. Una tarea de marca mayor para un país cuyo precio promedio de exportación llega a sólo US$ 27 la caja de doce botellas.
“Necesitas pensar en una rentabilidad de cuatro millones de pesos por hectárea al año para sustentar la producción de vino en una tierra tan cara”, afirma Aurelio Montes.
En términos prácticos, eso implica que la botella más barata que sale de ahí no debe bajar de US$ 10, con un número importante en torno a los US$ 20 por botella. Nuevamente, salta a la vista el abismo que separa a Apalta de la media de las viñas chilenas.
Huneeus, aunque reconoce el potencial cualitativo de Apalta, pone paños fríos.
“En el mundo lo que se sabe de Apalta es cero. Si ya Chile es poco conocido, imagínese lo que es un pequeño lugar de un país desconocido”, recalca Huneeus.
Para el empresario, dueño de Quintessa en California, se requiere un trabajo de largo plazo, de un par de décadas. Aunque ya hay vinos de alta calidad, se requiere consistencia.
“Hay que pensar que un vino como el Clos Apalta partió en 1997. En término de los grandes vinos es una guagua”, agrega Andrea León, enóloga de Lapostolle.
Andrés Ilabaca advierte que las viñas tienen que estar dispuestas a hacer grandes sacrificios por la calidad.
En su caso, en 2007 no se elaboró Pehuén, pues la calidad de la uva no era la requerida. Si se tiene en cuenta que Santa Rita produce 15 mil botellas de esa marca, a cerca de cien dólares precio retail cada una, el golpe económico es muy doloroso.
Promoción y turismo
Según Brian Croser, una de las grandes ventajas de Apalta es el tipo de viñateros que están detrás. Todos están apostando a vinos ambiciosos.
Además, cuentan con una potente tríada de voceros.
Agustín Huneeus es un personaje central en el negocio del vino en California. Alexandra Marnier, propietaria de Casa Lapostolle, es heredera de la empresa gala que fabrica el licor Grand Marnier. Aurelio Montes logró posicionar su viña entre la de valores promedios por caja más caros de Chile.
“Napa tiene el renombre que ostenta en la actualidad, no porque fuera mucho mejor que otros valles californianos, sino porque tenía voceros muy fuertes, que supieron crear una imagen interesante para ese valle. En Apalta puede pasar algo similar. Tenemos la ventaja de que con Alexandra y Aurelio tenemos una visión común y, además, somos amigos”, explica Huneeus.
Para Aurelio Montes, el próximo paso es que las viñas de Apalta salgan a promocionar en conjunto. “Al comprador de vinos de alta gama no le llama la atención un enólogo o una marca, sino que el terroir que hay detrás. Si hacemos algunos eventos promocionales en conjunto, podríamos tener resultados muy interesantes”, afirma.
Huneeus adelanta la idea de hacer eventos en mercados relevantes en que estén presentes Alexandra Marnier, Aurelio Montes y él mismo.
Andrea León advierte, eso sí, que por el tipo de mercado al que apunta Apalta, el marketing externo es sólo una parte y no necesariamente la más importante.
“Si quieres ser considerado un terroir de clase mundial, tienes que ofrecer una experiencia. Acá tenemos la ventaja de estar rodeados por bosque nativo, una situación imposible en Europa. Los consumidores tienen que ir a la bodega y permanecer algunos días en Apalta. Para ello necesitamos más hoteles y buenos restaurantes”, remata la enóloga de Lapostolle.

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